Ni cuestionar ya si el juego nos ha sobrepasado. Permanecemos con los pies perdidos entre granos. Si buscamos dar un paso, la caminata se verá impedida por una misteriosa atracción hacia la arena. No estoy hablando de gravedad, simplemente de variaciones en el peso del cuerpo después de correr de un lado a otro en la playa.
Horas y horas y horas y prácticamente no he tocado el balón.
Imitando a la caída de la tarde, la quemazón desciende, comenzando por mis lumbares, hasta llegar a los muslos. Pronto serán las ampollas o los dedos torcidos. Tal vez alguna fractura. La arena aprieta como si nuestro cuerpo requiriera agujetas o cinturones. . .Existen posibilidades de que hubiéramos dejado de pensar en aquellos límites y olvidamos desde hace tiempo ya muchas reglas fundamentales. Despojamos al juego de sí mismo, de sus fronteras, de su coherencia. Lo abandonamos.

