Apropiarnos de lo local disfrazando al ojo de extranjero entrometido
(o por qué es posible Viajar desde casa a la tiendita de la esquina, y pasar, de camino, por el fin del mundo.
Lugar, canta Vicente Huidobro a Isolda, "donde el vacío pasa su arco de violín sobre el horizonte y el hombre se transforma en pájaro y el ángel en piedra preciosa".
Así, más allá de los lindes, el anillo de casamiento no es de diamantes sino de ángeles.
El Ángel de la Independencia, por su cuenta, es un mentiroso y sólo pretende haber roto la cadena. Recordamos cómo se cayó hace unos años y lo único que quebró fueron las escaleras de mármol. Aún así, vivito y coleando ante el verde de todo postor.
Ya no le importa si es mejor o peor. "Al cliente, lo que pida." Se va de fin de semana a su finca en el campo. Toma a diario un tren con el Expreso Americano, pretendiendo esconder sus alas tras un abrigo de animal muerto. Animal todo el tiempo.
Nos importa un bledo lo que a él le importe. No buscaremos más martilleos sobre los eslabones, pero quizá hablemos con el cadenero. O en su defecto, también legítimo, entrenamos a un chihuahueño para que le robe el llavero. Pero ya no más martilleos, menos aún por el amor de Dios.
Cerramos la puertas, entonces, al flash del turista. Los viajeros pueden recoger sus boletos para subir al mirador en la oficina del cielo.
Babosos como el nopal, aunque con alas, sabrán bien cómo llegar. Aún nos faltan años pero hoy arribó una noticia:
"El Mundo se ha acabado";
la bondad en el titular es que podemos reinventarlo.
Nadie nos pela por miedo a ser metiche. Resultó una broma de mal gusto incluso mencionarlo en la mesa.)

