Pues sí, vinieron y después partieron.
Al llegar, como de costumbre, se hacen saber ellos mismos en su casa. Sin detener su operar por la extrañeza del territorio, los hombres de la televisión reproducen la rutina de cada visita.
Toman varios minutos para observar el escenario. La fase previa al correr de cámara dependerá de la correspondencia entre la locación y el camarógrafo. Esta vez un novicio y observa por alrededor de diez minutos, quizá más. Sin saberlo, por supuesto, yo también le observo.
Después confirma el ángulo de grabación dirigiéndose a mí para asegurarse que estoy de acuerdo. Me pregunto qué pasaría si no lo estuviese . . .
Entonces instalan las luces y le ponen sus filtros azules de celofán. Al mismo tiempo, sentado a un costado escucho de ella la explicación de los temas. Miro fijo a mi alfombra, le ofrezco reconocimiento a partir de unos cuantos vistazos. Sus preguntas no dejan de decepcionarme y con respecto a sus palabras, cada vez las escucho menos.
Me invitan a sentarme a mi propio sillón ahora iluminado azul como la noche o el cuervo y, al ceder, me instalan el lavalier.
Sonrío antes de comenzar: olvidé la máscara, pero parece ya un problema menor.

