La noche impele, violenta, contra éste, ahora un cuerpo inerte. Su madre no se encuentra cerca, un rostro desconocido ha zampado día a día las ilusiones del Todo. Huérfano desde hace años incluso tras dotar a la fotografía de movimiento.
La caballería, campante, pregunta si habrá de rescatarlo con su linda mirada. Adoptarlo. Prefiere no mirarlo, le provoca asco y las náuseas invaden incluso a los caballos –el establo vive bajo las mismas leyes de su castillo.
¿Cuántas las lunas vendadas? ¿Cuántas –pregunta el devorado– las restantes? ¿Cuáles murieron y dónde han sido enterradas? ¿Por qué parajes anda esta jornada el tragaldabas?
Quizá busca otra presa, pues de hastío su estómago ha infectado. La incertidumbre arremete contra los restos de sus entrañas, expuestos al soplo de la memoria. Ya la fuente no enrojece el paisaje, el bombeo cesó y no restituirá su movimiento incluso tras el regreso, ilusorio, del depredador.
Seres de rapiña circundan a la silueta tendida sobre el grafito de un boceto. En cuestión de segundos, sólo quedarán los huesos. En días, la alusión a la noción de un objeto. Poco después toda evidencia habrá emprendido su marcha, y la naturaleza rendirá homenaje a su difunto con un germen de olvido, de tallo morado y hojas quemadas amarillo.

