He construido una ciudad subterránea
extendiéndose virtualmente por kilómetros
dentro de mis entrañas.
Tiene parques, jardines reales, una gran Iglesia
para todo creyente
sin importar el color de su casaca.
Tiene también un palacio
de gobierno, y su regente
dirige el flujo de los vehículos
desde el ordenador en su escritorio.
Pero sucede, con mayor frecuencia de la deseada,
que uno que otro conductor
fluye en sentidos prohibidos;
en ese momento, brotes de desconcierto
alteran mi cuerpo.
Los últimos meses la imitación dejó su lugar
a la emulación,
y sospecho, pronto, habrá una revolución -
la boca del estómago lo bisbisea.

