Tengo una nueva casa al norte de la ciudad. Por las noches las paredes de mi cuarto crecen, haciendo de mi habitación un abismo. Me dejo caer.
Desde mi ventana, la más alta de los edificios georgianos, tizos tras el paso de los años, atrincherado por fusiles de chimenea, puedo vigilar el paso del viento sobre el callejón de West Scotland Street Lane.
Los vendavales agitan el marco y sus cristales durante toda la jornada. Desde el centro de la ciudad el viento se cuela entre callejones para descender hasta la boca del océano, visitando mi vecindario en el camino. El estuario de Forth aparece al fondo del paisaje cada vez que sigo su curso de regreso a casa. Su azul me hipnotiza, como el espejo en óvalo al centro de mi armario en la esquina de mi recámara.
Desde la cocina uno mira al oeste, el carnaval del cielo cuando el sol es sacrificado. El pico más alto es el de la Iglesia de San Vicente, marcando la hora al tope de la torre.
Debajo un parcelaje de jardines traseros, guardados por una escuadra de contrafachadas y sus venas negras de acero, cuya matriz de portillos despliega un show de luces y colores conforme los residentes habitan o abandonan sus hogares.
Las paredes hablan, y yo aún no entiendo su idioma. Por el momento, no me queda sino escuchar.

