Tendría poco menos de diez años de no haber muerto de un miedo anclado en nuestra juventud que hoy, de pensarlo profundo, parece haberse esfumado.
Ella era un par de años mayor y yo la amaba desde lo más hondo de mis ideas, alcanzando su articulación únicamente sobre el colchón.
Por supuesto terminó por abandonarme.
Aquellos días solía ser víctima, y creo haberme acostumbrado al engaño. Tanta mentira que sobre-miré su muerte antes de nacido. ¡Qué difícil verlo vivo en vientre ajeno! ¿Cómo, entonces, concederle el óbito?
Un ultrasonido no aturdió mis ojos, ni siquiera la imagen del médico, de sus manos aspirando al feto destrozado.
Quizá de haberlo visto entre guantes y escalpelos esterilizados, su casi-antropomorfia moteada con la sangre de su madre dentro de una bolsa de moral inane. Pero no, y fuimos a una fiesta después del asesinato.

