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Sobre el río hay una cruz de luz;
su inclinación, como la de San Andrés.
Del noroeste llega el haz del sol, cálido,
leve, prácticamente tierno; del noreste
su reflejo sobre un rascacielos de cristal,
salta, lo atraviesa, lo entinta
con el pincel del artificio.
Éste otro más vibrante, con lustre de escaparate;
por lo mismo ahuyenta, y la vista regresa
sobre el original, donde encuentra consuelo
y se avienta a nadar.